Esto ocurre acaso por una idea que se desarrolló durante el romanticismo nacionalista del siglo XIX que iguala lengua y nación. Si en el mundo existen unas seis mil lenguas y unos doscientos países, basta un simple cálculo para entender la ubicuidad del bilingüismo. Por ello, la búsqueda de una correspondencia absoluta entre una nación con una sola lengua solo ha traído tribulaciones a la humanidad: no hay nada más natural en los pueblos del mundo que la coexistencia de lenguas.
Michael J. Sandel, premio princesa de asturias de ciencias sociales de este año, ha reflexionado sobre cómo los derechos individuales no pueden sacrificarse en nombre del bien común. El Estado no debería imponer un modo de vida preferible, sino dejar que los ciudadanos elijan sus valores y fines, sin perjuicio de la libertad de los demás. Y uno de los derechos individuales más arraigados es usar la lengua propia en la comunicación personal. Así lo demuestran los 50 millones de hispanohablantes en Estados Unidos.
Por su parte, el filósofo coreano Byung-Chul Han propone una imagen que bien puede aplicarse a la actual represión del español en ciertos sectores de Estados Unidos: la expulsión de lo distinto. Nuestras sociedades están exhibiendo una veneración tan intensa a lo igual que las lleva a considerar su plenitud solo en lo idéntico: cuando las conductas están unificadas, las ideas se parecen y las lenguas se asemejan. En caso contrario solo cabe una salida: la expulsión. De ahí que muchos de los estadounidenses que exigen el uso público y privado del inglés están reivindicando mucho más que la lengua de un país: están demandando el uso de “la lengua del mundo”, la lengua, por tanto, en la que “todos” deberíamos igualarnos, especialmente los inmigrantes, los otros, los distintos. Aunque se podría observar que los distintos en Estados Unidos tienen la segunda lengua materna más hablada del mundo por número de hablantes, después del mandarín.
No importa la rica y longeva historia hispana de Estados Unidos (en 2016, los hispanos eran el 18 por ciento de la población estadounidense); no importa ser distinto en un país fundado por distintos. En los Estados Unidos de Donald Trump la única consecuencia de la discordancia parece ser la expulsión. Pero el hecho es que la diversidad, especialmente la lingüística, es un factor de identidad que no obliga a la renuncia de proyectos comunes. Por eso la diversidad se tiene que defender en América, en el continente entero.